jueves, 12 de enero de 2017

La Tortuga Roja

El holandés Michael Dudok de Wit, realizador de cortometrajes y comerciales entre los cuales merecen especial mención "The Monk and the Fish" (1994) o la melancólica "Father and Daughter" (2000), galardonada entre otros reconocimientos con un Oscar, acomete con esta película la realización de su primer largometraje animado y lo hace acompañado de uno de los estudios más determinantes del cine de animación no ya sólo en Japón sino también internacionalmente, como es Studio Ghibli. La obra representa para el estudio japonés su primera coproducción  extranjera, desarrollada conjuntamente con la productora francesa Wild Bunch en asociación con Why Not Productions, y constituye de hecho una apuesta del propio estudio, que fue realmente el instigador del proyecto al proponerle directamente al realizador holandés la creación de una película, lo que movió a Michael Dudok de Wit a redactar una primera sinopsis. Si se apuntan esta serie de coincidencias es para destacar que forzosamente había de resultar de ello una película magnífica, hermosa, capaz de reunir y de trasladar al espectador la línea clara, minimalista e íntima de las historias de Michael Dudok de Wit, un genio de la narración sin palabras capaz de transmitir con la sola fuerza de la animación y la música un torrente de trascendencia y emotividad, y la experiencia de Studio Ghibli, que durante años nos ha brindado películas pobladas de lirismo y elementos fantásticos que conectaban con temas tan humanos como el amor o la amistad y apelaban al respeto a la naturaleza.


El sonido y la música de Laurent Pérez del Mar son uno de los valores determinantes de la intensidad de la poética fábula desarrollada en "La Tortuga Roja", y hacen estremecer al espectador justo antes de que un amenazador oleaje, cuyo frío y fuerza se dejan sentir con una terrible verosimilitud, arrastren al protagonista de la película hasta una isla desierta donde se encontrará con la única compañía de cangrejos, lagartos, focas y otra fauna. La melancolía y la soledad no tardarán en hacer mella en el náufrago, que intentará salir varias veces de la isla a bordo de una balsa fabricada a base de troncos, para acabar regresando una y otra vez a la orilla cada vez que algo acaba destruyendo su embarcación. Cuando finalmente descubre la presencia de una enorme tortuga roja, su vida cambiará de tal modo que será capaz de aceptar su destino y su lugar en el mundo gracias al amor, a la superación y a la comunión con la naturaleza.
Partiendo del marco íntimo y delicado que rodea al protagonista, Michael Dudok de Wit consigue explicar una historia que se trasciende a sí misma y es eterna y aplicable a todo ser humano: cada uno de nosotros, como todos los demás seres vivientes, formamos parte del gran ciclo de la vida, un ciclo que se repite invariablemente a pesar de que el ser humano sea la única criatura que está siempre deseosa de regir su propio destino, mientras que el pez muerto alimenta al cangrejo y éste al pájaro, y al fin, la fuerza de la naturaleza acaba poniéndonos en nuestro sitio. Cada uno nos convertimos en un náufrago en cuanto abandonamos el útero materno y sobre todo en  cuanto abandonamos el núcleo familiar y debemos empezar a encontrar nuestro lugar en el mundo, a menudo determinado por fuerzas que nos superan o ante las que nos rebelamos, frustraciones y decisiones buenas o malas, así como muchas acciones heroicas, y Michael Dudok de Wit  quiere hacernos entender que todo ello forma parte natural de un ciclo superior en el que el amor, el esfuerzo y el saber entrar en comunión con la naturaleza son las guías que nos ayudarán a poder cerrar tranquilamente los ojos cuando llegue la hora.
"La Tortuga Roja" es una de las experiencias fílmicas más bellas del año, un estatus determinado por la emotividad y la ternura de una fábula tan sencilla como reveladora y por la brutal fuerza expresiva de cada uno de los planos con los que el director consigue contarnos su historia con una claridad meridiana, prescindiendo de la palabra y basándose exclusivamente en un uso inteligentísimo y poético de la animación, el color, la música y los silencios. Es manifiesto que cada uno de los planos ha sido pensado con la intencionalidad de aprovechar al máximo la fuerza de su significado, y en este sentido me vienen a la memoria aquella botella medio vacía con la que el hijo entiende que debe abandonar el nido familiar y ese cruce de miradas que basta para hacérselo entender a sus padres y al espectador.
A pesar de su vinculación con Studio Ghibli y que de hecho Isao Takahata haya intervenido como productor artístico, la película muestra gráficamente el estilo sencillo y minimalista de la línea europea heredera de Hergé y Moebius, en escenas elaboradas con un cuidado cromatismo donde el color y la luz son también determinantes para definir las emociones de cada momento. En todo caso, el simbolismo y la magia orientales están también presentes a lo largo del metraje, como en ese puente con el que sueña el náufrago o la luna que llama a la muerte, y la vida que subyace en todo lo que nos rodea está presente en la forma en que Ghibli sabe animar la fuerza del viento en los árboles, los pequeños seres vivos o el oleaje del mar, mostrando una naturaleza que es a veces acogedora y cálida, y otras cruel e inmisericorde.
En cualquier caso, la animación se llevó a cabo principalmente en los estudios Prima Linea de París, donde bajo la dirección de Jean-Christophe Lie se acometió convincentemente la recreación de escenas con un carácter marcadamente realista. Para el animador exigente acostumbrado a las proezas procedentes del Studio Ghibli resultan sin embargo una experiencia agridulce ciertos detalles que una animación ambiciosa no hubiera dejado pasar por alto, y es que los protagonistas de la película parecen desplazarse por la arena de la playa como si se tratara de un suelo de mármol, sin que se les hundan los pies y sin mostrar ningún sobreesfuerzo, del mismo modo que desplazándose a pies descalzos por una tupida selva cuyo suelo está lleno de hojas caídas y ramas rotas lo hacen sin ninguna precaución de no resultar dañados por alguna piedra o astilla punzante que se oculte bajo los matojos. Se trata en efecto de detalles que no perjudican al sentido de la historia ni a la expresividad de la animación y que no deberían ensombrecer la grandiosidad de la película urdida por el realizador holandés, pero sin duda una resolución más cuidada de esos detalles que resultan tan evidentes hubiera abundado en una animación más rica; por otra parte quiero pensar que son detalles que no pasaron por alto a los responsables de la animación (de hecho la gran tortuga roja sí que se desplaza marcando en la arena el rastro de su caparazón y aletas) y que su omisión se debe a alguna decisión basada en economizar en tiempo o presupuesto.



Lo mejor: los talentos de Ghibli y de Michael Dudok de Wit coinciden en una bellísima película que prescinde de la palabra para articular una poética fábula basándose exclusivamente en la fuerza expresiva de la animación y de su excelente banda sonora.
En contra: por alguna razón la animación no alcanza en algunos aspectos los niveles de atención al detalle a los que nos tiene acostumbrados Ghibli, algo que no pasará por alto el observador exigente.

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