Con guión de Brian Lynch (Hop, El Gato con Botas) y bajo la dirección de Kyle Balda (Lórax: En Busca de la Trúfula Perdida) y Pierre Coffin (Gru: Mi Villano Favorito y Gru 2: Mi Villano Favorito), la película que Illumination Entertainment dedica íntegramente a los Minions destaca principalmente por su derroche de buen humor, a cuyo servicio se pone un guión poco ambicioso. La película no falla a lo que constituyen los Minions: concebidos como un recurso humorístico puesto al servicio de la línea argumental principal en las películas de Gru (aunque en la segunda de ellas casi podría decirse que forman parte de la historia principal), su objetivo es el del entretenimiento en base al gag y el slapstick, y a la hora de otorgarles su merecido protagonismo - tanto por su carisma como por la proyección de ingresos que podrían generar - en una película consagrada a ellos, los realizadores han optado no tanto por poner su humor al servicio de un guión complejo sino por crear una historia sencilla puesta al servicio de un torrente imparable de gags y humor absurdo del bueno, con un resultado muy aceptable.
En todo caso, la película no carece del esquema de un planteamiento, un nudo y hasta un turning point inesperado antes de llegar a su desenlace: el punto de partida de la película nos presenta a los Minions como unos seres que evolucionaron a partir de unos amarillos organismos unicelulares y que desde el principio de los tiempos dedicaron su existencia a servir a depredadores y tiranos, normalmente con bastante mala suerte, hasta que el desenlace de su aventura junto a Napoleón les obligó a refugiarse en una helada cueva de la Antártida; allí pasan sus días sin ánimos de vivir ante la falta de un villano a quien seguir, lo que motivará a un resolutivo Minion llamado Kevin, junto a otros dos conocidos como Stuart y Bob, a emprender un largo viaje para encontrar a un nuevo líder que les saque del letargo y salve a la tribu. Así llegarán al Nueva York de los 60 y de ahí a Orlando para unirse a la gran villana del momento, Scarlet Overkill, que les enviará a Londres para que ejecuten su primera misión.
Todo el metraje de la película está urdido en torno a una sucesión de geniales gags, protagonizados por los amarillos esbirros en su mayoría y también por los sufridos londinenses y su reina, en un estilo que recuerda en ocasiones al retorcido humor del absurdo de los Monty Python. Como mejores momentos de este humor que cabalga sin pausa a lomos de un guión desigual, merece destacar especialmente los gags sobre la historia de los Minions, a costa de malosos como el Tiranosaurio Rex, el hombre de las cavernas, el mismísimo Drácula o Napoleón; así como el asalto a la Torre de Londres por parte de unos Minions equipados con artilugios de lo más bizarro que son una clara parodia de la galería de armas del mejor James Bond; y también las escenas de la cámara de torturas, donde el absurdo desatado saca provecho de la particular constitución física de los minions. Asimismo merece mención aparte el casi ininteligible lenguaje de los minions, surgido de una mezcla de palabras procedentes de varios idiomas, que increíblemente se deja aprender y, al fin, entender, con la ayuda de la bien lograda expresividad de esos pequeños seres dotados con uno o dos ojos y boca como únicos rasgos fisonómicos.
Precisamente es en los espacios reservados a los villanos de la película, la caprichosa Scarlet Overkill y su pareja Herb, donde la historia pierde fuelle y se echa en falta la presencia de unos personajes con desarrollo suficiente para que ejerzan tirón. Aunque hay que reconocerle a Herb un concepto de personaje con potencial, que seguramente hubiera aportado interesantes momentos en otras condiciones.
Por otra parte, Los Minions supone una democratización de la villanía: no tan solo contraviene la tradición al situar a una mujer como la más temible malhechora del momento, sino que además pone de manifiesto que cualquiera puede ejercer tan antiguo oficio, incluso unos pequeños seres amarillos y hasta una linda niñita junto a su familia.
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